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sábado, 20 de abril de 2013

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El planeta enfermo

Posted: 20 Apr 2013 04:09 AM PDT

Guy Debord


La «contaminación» está de moda hoy en día, exactamente de la misma manera que la revolución: se apodera de toda la vida de la sociedad, y se la representa ilusoriamente en el espectáculo. Es la palabrería fastidiosa que llena un sinfín de escritos y discursos descarriados y embaucadores, pero en los hechos agarra del cuello a todo el mundo. Se expone en todas partes como ideología y gana terreno como proceso real. Esos dos movimientos antagónicos, el estadio supremo de la producción mercantil y el proyecto de su negación total, igualmente ricos en contradicciones en sí mismos, están creciendo juntos. Son los dos lados por los que se manifiesta un mismo momento histórico largamente esperado y a menudo previsto en formas parciales e inadecuadas: la imposibilidad de que el capitalismo continúe funcionando.

La época que posee todos los medios técnicos para alterar totalmente las condiciones de vida sobre la tierra es también la época que, en virtud del mismo desarrollo técnico y científico separado, dispone de todos los medios de control y previsión matemáticamente indudable para medir por adelantado adonde lleva —y hacia qué fecha- el crecimiento automático de las fuerzas productivas alienadas de la sociedad de clases: es decir, para medir el rápido deterioro de las condiciones mismas de la supervivencia, en el sentido más general y más trivial de la palabra.

Mientras los imbéciles pasadistas siguen disertando todavía sobre (y contra) una crítica estética de todo eso, creyéndose lúcidos y modernos porque fingen adaptarse a su siglo, declarando que Sarcelles o las autopistas poseen una belleza peculiar, preferible a la incomodidad de los «pintorescos» barrios antiguos, u observando seriamente que el conjunto de la población come mejor que antes, por más que digan los nostálgicos de la buena cocina, el problema del deterioro de la totalidad del medio natural y humano ha dejado ya completamente de presentarse en el plano de la supuesta calidad antigua, estética o no, para convertirse radicalmente en el problema mismo de la posibilidad material de la existencia del mundo embarcado en tal movimiento. De hecho, la imposibilidad ha quedado ya perfectamente demostrada por todo el conocimiento científico separado, que ya no discute sino el plazo que queda y los paliativos que, de aplicarse con firmeza, podrían alargarlo un poco. Una ciencia semejante no puede hacer otra cosa que acompañar en su camino hacia la destrucción al mundo que la ha producido y a cuyo servicio está; pero ella se ve obligada a recorrer ese camino con los ojos abiertos: con lo que muestra en grado caricaturesco la inutilidad del conocimiento sin empleo.

Se está midiendo y extrapolando con excelente precisión el rápido aumento de la contaminación química de la atmósfera respirable, del agua de los ríos, los lagos y los océanos; el aumento irreversible de la radiactividad acumulada por el desarrollo pacífico de la energía nuclear; de los efectos del ruido; de la invasión del espacio por productos de materias plásticas que aspiran a una eternidad de vertedero universal; de la natalidad demencial; de la falsificación insensata de los alimentos; de la lepra urbanística que viene ocupando cada vez más el lugar de lo que fueron la ciudad y el campo, así como de las enfermedades mentales -incluidos los temores neuróticos y las alucinaciones, que no tardarán en multiplicarse a propósito de la contaminación misma, cuya imagen alarmante se exhibe en todas partes- y del suicidio, cuyas tasas de expansión coinciden ya exactamente con la de la urbanización de semejante ambiente (por no hablar de los efectos de la guerra nuclear o bacteriológica, para la cual ya están ahí los medios, cual espada de Damocles, aunque sigue siendo evidentemente evitable).





En suma, si el alcance y aun la realidad de los «terrores del año mil» son todavía materia de controversia entre los historiadores, el terror del año dos mil es tan patente como bien fundado; a partir de ahora, es una certeza científica. Y, sin embargo, lo que está pasando no es en el fondo nada nuevo: sólo es el fin forzado del proceso antiguo. Una sociedad cada vez más enferma pero cada vez más poderosa ha recreado en todas partes el mundo concretamente como entorno y decorado de su enfermedad, como planeta enfermo. Una sociedad que no ha llegado aún a hacerse homogénea y que no se determina a sí misma, sino que está determinada cada vez más por una parte de sí misma que se sitúa por encima y al margen de ella, ha desarrollado un movimiento de dominación de la naturaleza que no se ha dominado a sí mismo. El capitalismo ha aportado finalmente, por su propio movimiento, la prueba de que ya no es capaz de seguir desarrollando las fuerzas productivas, y no en un sentido cuantitativo, como muchos habían creído entender, sino cualitativo.

Y, sin embargo, para el pensamiento burgués sólo lo cuantitativo es, metodológicamente, lo serio, lo medible, lo efectivo; lo cualitativo no es más que el incierto decorado subjetivo o artístico de lo verdaderamente real tasado en su verdadero peso. Para el pensamiento dialéctico, por el contrario, y, por tanto, para la historia y para el proletariado, lo cualitativo es la dimensión más decisiva del desarrollo real. He aquí lo que el capitalismo y nosotros hemos acabado por demostrar.

Los dueños de la sociedad se ven ahora obligados a hablar de la contaminación, tanto para combatirla (pues ellos viven, a fin de cuentas, en el mismo planeta que nosotros: he aquí el único sentido en que se puede admitir que el desarrollo del capitalismo ha realizado efectivamente una cierta fusión de las clases) como para disimularla: pues la simple verdad de las «nocividades» y de los riesgos actuales es suficiente para constituir un inmenso factor de revuelta, una exigencia materialista de los explotados, tan vital como fue en el siglo XIX la lucha de los proletarios por poder comer. Tras el fracaso fundamental de todos los reformismos del pasado -que todos aspiraban a la solución definitiva del problema de las clases—, se está esbozando un nuevo reformismo, que obedece a las mismas necesidades que los anteriores: engrasar la maquinaria y abrir nuevas posibilidades de ganancia a las empresas punteras. El sector más moderno de la industria se lanza sobre los diversos paliativos de la contaminación como sobre un nuevo mercado, tanto más rentable por el hecho de que podrá usar y manejar gran parte del capital monopolizado por el Estado. Pero si ese nuevo reformismo tiene de antemano la garantía de su fracaso, por exactamente las mismas razones que los reformismos del pasado, lo separa de éstos la diferencia radical de que ya no tiene tiempo por delante.

El desarrollo de la producción ha demostrado cabalmente, a estas alturas, su verdadera naturaleza como realización de la economía política: el desarrollo de la miseria, que ha invadido y arruinado el medio mismo de la vida. La sociedad en la que los trabajadores se matan trabajando y sólo pueden contemplar el resultado, ahora los hace ver —y respirar— con toda franqueza el resultado general del trabajo alienado, que es resultado mortal. En la sociedad de la economía superdesarrollada, todo ha entrado a formar parte de la esfera de los bienes económicos, incluso el agua de las fuentes y el aire de las ciudades; lo que es decir que todo se ha convertido en el mal económico, la «negación total del hombre» que está llegando ahora a su perfecta conclusión material. El conflicto entre las fuerzas productivas modernas y las relaciones de producción, burguesas o burocráticas, de la sociedad capitalista ha entrado en su última fase. La producción de la no-vida ha seguido con cada vez mayor rapidez su proceso lineal y cumulativo; ahora ha traspasado un último umbral de su progreso y está produciendo directamente la muerte.

La función última, declarada y esencial de la economía desarrollada de hoy en día, en todo el mundo en que impera el trabajo-mercancía que asegura todo el poder a sus patronos, es la producción de empleo. Bien lejos estamos, pues, de las ideas «progresistas» del siglo pasado acerca de la posible reducción del trabajo humano gracias a la multiplicación científica y técnica de la productividad, que, según se creía, iba a asegurar con cada vez mayor facilidad la satisfacción de las necesidades hasta entonces reconocidas como reales por todo el mundo, y eso sin ninguna alteración fundamental de la calidad de los bienes disponibles. Ahora, en cambio, se trata de «crear puestos de trabajo» hasta en el campo huérfano de campesinos, es decir, de usar el trabajo humano en cuanto trabajo alienado, en cuanto trabajo asalariado: para eso se hace todo lo demás; para eso se está poniendo en peligro estólidmente las bases de la vida de la especie, actual-mente más frágiles aún que la inteligencia de un Kennedy o de un Bréznev.

El viejo océano es en sí mismo indiferente a la contaminación; pero no así la historia. La historia no se puede salvar más que por la abolición del trabajo-mercancía. Y nunca antes la conciencia histórica había tenido tan urgente necesidad de dominar su mundo, porque el enemigo que está ante las puertas ya no es la ilusión sino su muerte.

Cuando los pobres amos de la sociedad cuyo penoso resultado estamos presenciando — resultado mucho peor que cualquier condena que antaño pudiera fulminar a los más radicales utopistas- se ven ahora forzados a admitir que nuestro entorno se ha hecho social y que la gestión de todo se ha convertido en un asunto directamente político, hasta la hierba de los campos y la posibilidad de beber, de dormir sin demasiados somníferos o de lavarse sin sufrir demasiadas alergias, en un momento como éste se está viendo a las claras que también la vieja política tiene que confesar que está del todo acabada.

Está acabada en la forma suprema de su voluntarismo, el poder burocrático totalitario de los regímenes llamados socialistas, porque los burócratas que ostentan el poder no se han mostrado capaces ni siquiera de gestionar el estadio anterior de la economía capitalista. Si contaminan mucho menos (Estados Unidos produce él solo el 50% de la contaminación mundial) es porque son mucho más pobres. No pueden sino desviar, como en China, por ejemplo, una parte desproporcionada de sus míseros presupuestos para regalarse la parte de contaminación de prestigio de las potencias pobres: algunos perfeccionamientos o descubrimientos de segunda mano en el terreno de las técnicas de la guerra termonuclear, o más exactamente de su espectáculo amenazador. Tanta pobreza material y mental, sostenida por tanto terrorismo, condena a las burocracias que ostentan el poder. Al poder burgués más modernizado lo condena el resultado insoportable de tanta riqueza efectivamente envenenada. La gestión llamada democrática del capitalismo, sea en el país que sea, no ofrece más que sus elecciones-dimisiones que, como se ha visto siempre, no han cambiado nunca nada en el conjunto —y muy poca cosa en los detalles— de una sociedad de clases que se imaginaba que iba a durar indefinidamente. Tampoco van a cambiar mucho más cuando esa misma gestión pier-de la cabeza, y finge esperar de su electorado alienado e idiotizado algunas vagas directrices para resolver ciertos problemas secundarios aunque urgentes (como sucede en Estados Unidos, Italia, Inglaterra o Francia). Todos los observadores especializados han señalado siempre —aunque sin tomarse la molestia de explicarlo— el hecho de que el elector no cambia casi nunca de «opinión»: pues para eso justamente es elector, esto es, aquel que asume, por un breve instante, el papel abstracto que está destinado precisamente a impedirle que sea por sí mismo y que cambie (el mecanismo ha sido desmontado mil veces, tanto por el análisis político desengañado como por las explicaciones del psicoanálisis revolucionario). El elector tampoco cambia cuando el mundo a su alrededor está cambiando cada vez más precipitadamente; y, en cuanto elector, no cambiará ni en vísperas del fin del mundo. Todo sistema representativo es esencialmente conservador, aunque las condiciones de existencia de lasociedad capitalista no han podido conservarse nunca: se modifican sin interrupción y cada vez más deprisa, aunque la decisión —que viene a ser siempre, a fin de cuentas, la decisión de dejar hacer al proceso mismo de la producción mercantil- se deja enteramente en manos de los especialistas publicitarios, ya sea que se presenten a la carrera solos o en competición con quienes quieren hacer lo mismo y además lo declaran abiertamente. Aun así, el hombre que acaba de votar «libremente» a los gaullistas o el PCF, lo mismo que el que acaba de votar, a la fuerza y obligado, a Gomulka, es capaz de dar muestra de lo que verdaderamente es participando, la semana siguiente, en una huelga salvaje o una insurrección.

La sedicente «lucha contra la contaminación», en su vertiente estatal y reglamentaria, va a crear ante todo nuevas especializaciones, servicios ministeriales, puestos de trabajo y ascensos burocráticos. Su eficacia será exactamente la que a tales medios corresponde. No puede convertirse en voluntad real sino transformando el sistema productivo actual en sus raíces mismas, ni puede llevarse a cabo con firmeza sino en el intante en que todas las decisiones, tomadas democráticamente y con pleno conocimiento de causa por los productores, sean en todo momento controladas y ejecutadas por los productores mismos (los buques petroleros, por ejemplo, seguirán infaliblemente vertiendo el petróleo en los mares hasta que no manden en ellos unos verdaderos soviets de marineros). Para decidir y ejecutar todo eso, hace falta que los productores se hagan adultos: hace falta que se hagan con el poder entre todos.

El optimismo científico del siglo XIX se ha desmoronado en tres puntos esenciales. En primer lugar, la pretensión de garantizar la revolución como solución feliz de los conflictos existentes (la ilusión hegeliano-izquierdista y marxista; la menos compartida por la intelectualidad burguesa, pero la más rica y, después de todo, la me-nos ilusoria); segundo, la visión coherente del universo y aun sencillamente de la materia; y tercero, el sentimiento eufórico y lineal del desarrollo de las fuerzas productivas. Si llegamos a dominar el primer punto, habremos resuelto el tercero; más adelante sabremos hacer del segundo nuestro asunto y nuestro juego. No hay que curar los síntomas, sino la enfermedad misma. Hoy en día el miedo está en todas partes, y no vamos a salir de él más que confiándonos a nuestras propias fuerzas, a nuestra capacidad de destruir toda alienación existente y toda imagen del poder que se nos haya escapado, sometiéndolo todo, excepto a nosotros mismos, al único poder de los consejos de trabajadores que posean y reconstruyan a cada instante la totalidad del mundo; es decir, a la racionalidad verdadera, a una nueva legitimidad.

En materia de medio ambiente «natural» y construido, de natalidad, de biología, de producción, de «locura», etc., no habrá que elegir entre la fiesta y la desgracia sino, conscientemente y a cada paso, entre mil posibilidades felices o desastrosas, pero relativamente corregibles, y, por otro lado, la nada. Las terribles decisiones del próximo futuro sólo dejan esta alternativa: o la democracia total o la burocracia total. Quienes tengan dudas acerca de la democracia total deben hacer el esfuerzo de convencerse por sí mismos, dándole ocasión de que los convenza con los hechos; de lo contrario, sólo les queda comprarse la tumba que más les agrade, pues «lo que es la autoridad, la hemos visto en acción, y sus obras la condenan» (Joseph Déjacque).

«Revolución o muerte»: esa consigna ya no es la expresión lírica de la conciencia rebelde, sino la última palabra del pensamiento científico de nuestro siglo. Y eso vale tanto para los peligros que corre la especie como para la imposibilidad de adhesión para los individuos. El suicidio, que en esta sociedad progresa como es sabido, había descendido en Francia a casi nada durante el mes de mayo de 1968, según admitieron, con cierto pesar, los especialistas. Aquella primavera consiguió también un cielo limpio y hermoso, sin haberse lanzado precisamente a su asalto, porque se habían quemado algunos automóviles y a los otros les faltaba combustible para contaminar. Cuando llueva, cuando haya falsas nubes sobre París, no olviden nunca que es culpa del gobierno. La producción industrial alienada trae la lluvia. La revolución trae el buen tiempo.


Guy Debord, El planeta enfermo.. Traducción de Luis Andrés Bredlow. Editorial Anagrama, Barcelona. Título de la edición original: La planète malade © Editions Gallimard París, 2004. Publicado con la ayuda del Ministerio francés de Cultura-Centro Nacional del Libro. Publicado originalmente en 1971 en el número trece de la revista de la Internacional Situacionista.

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