Ciudades para un Futuro más Sostenible
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Hipermovilidad.
Síntomas, reacciones y alternativas [1]
Alfonso Sanz Alduán
Valencia (España), 29 de enero de 2009.
En los últimos dos siglos la humanidad viene transitando por
un periodo explosivo de expansión, apoyado tanto en la extracción masiva de
materiales y depósitos energéticos como en su traslado a determinadas, y muchas
veces alejadas, zonas del planeta. Desde la etapa del carbón y el ferrocarril,
en el siglo XIX, el transporte viene facilitando la acumulación de recursos en
los centros de poder mundiales y, al mismo tiempo, viene siendo receptor
privilegiado de buena parte de los materiales que se extraen y de la energía de
la que se dispone.
A lo largo del siglo XX y en este inicio del XXI es el petróleo
barato, en sustitución del carbón, el que lubrica la expansión del sistema de
transporte, cimentada sobre todo en la carretera, el transporte de mercancías
marítimo y, finalmente, la aviación. De ese modo, el maná petrolífero apuntaló,
en los años cincuenta y sesenta, la idea de un progreso infinito de la
movilidad de personas y mercancías, propiciando las más variopintas visiones
pretendidamente utópicas de mundos futuros surcados por todo tipo de vehículos,
voladores o no, propulsados por energías inagotables y baratas como la que
supuestamente ofrecía la energía nuclear.
Sin embargo, las leyes de la física (de la termodinámica sobre
todo) o las del proceso económico-ecológico han ido poniendo en su sitio todas
esas falsas esperanzas de encontrar la máquina del movimiento perpetuo, capaz
de desplazar al instante, velozmente y sin costes ni consecuencias todos
nuestros deseos, nuestros cuerpos y nuestras mercancías. No sólo no existe
movilidad sin fricción, sino que cada vez se pone más claramente de manifiesto
que el transporte es muy exigente en fuentes de energía de calidad y en
diversos recursos ambientales y socioeconómicos que también son requeridos por
otras necesidades vitales.
No es así de extrañar que, conforme el planeta se aproxima al
cada vez más indiscutido pico del petróleo, se vuelva a renovar el ansia de
nuevas fuentes de energía para el transporte en sustitución de los combustibles
fósiles. Hace menos de un lustro la gran apuesta institucional y de la
industria fueron los agrocombustibles, lo que significaba, como señaló
magistralmente Antonio Estevan (2008), poner la agricultura al
servicio del automóvil[2]; hoy, los esfuerzos de
los fabricantes y de los gobiernos se dirigen hacia el vehículo eléctrico, cuyo
despliegue exige poner las esforzadas energías renovables al servicio de la
movilidad galopante, como si no fueran imprescindibles para otros menesteres
más importantes y urgentes, para la equidad y la paz con el planeta, en
expresión de Barry Commoner (1992).
El primer choque con la realidad de los recursos finitos en
los años setenta, ocurrido en la primera crisis del petróleo, no hizo más que
frenar temporalmente la expansión del transporte, el cual impulsado por el
viento de la globalización, ha dado otro salto cuantitativo gigantesco en las
últimas tres décadas hasta alcanzar un nuevo estadio que se puede definir como
de hipermovilidad.
La hipermovilidad es el exceso de la actividad humana
vinculada al transporte; una hipertrofia que se hace patología en lo económico,
lo social y lo ambiental. Demasiados recursos y energía puestos al servicio de
una actividad que acumula en exceso residuos e impactos; que demanda
insaciablemente inversiones económicas públicas y privadas a costa de otras
necesidades sociales.
Dinero, energía y emisiones son los síntomas más evidentes de
esta hipertrofia de la movilidad, los cuales además representan los retos más
candentes del planeta, sumido en la crisis económica, los problemas de
suministro energético y cambio climático. Algunas cifras oficiales permiten
conocer la dimensión de esa triple fiebre (DG TREN, 2008).
·
Los subsidios al transporte de las
administraciones europeas (UE-15[3]) sumaron más de 290.000
millones de euros en 2005 (EEA, 2007); cada habitante de esos
quince países europeos subvencionó al transporte en ese año con más de 750
euros. Además, el gasto medio de los hogares per cápita en esos mismos países
de la UE-15 ascendió a 2.200 euros (el 13,7% del consumo doméstico).
·
La energía requerida directamente
(en la circulación) por el sector del transporte en Europa representaba en 2005
el 30,9% del consumo final total. Si a esa cifra le añadimos los consumos
energéticos derivados de la fabricación y reciclado de vehículos, de la
construcción de infraestructuras para la movilidad o del transporte de agua,
electricidad y productos energéticos como el gas o el propio petróleo, no es descabellado
pensar que el conjunto del sistema de desplazamientos de personas y mercancías
represente cerca de la mitad del consumo de energía final en Europa.
·
Las emisiones de gases de efecto
invernadero del transporte en su etapa de circulación representaron, en Europa
en 2005, un 23,4% del total. En este caso, nuevamente, si se le añaden las
cifras de emisiones de todo el conjunto de actividades necesarias para la
movilidad como construcción de infraestructuras o fabricación de vehículos, la
responsabilidad del sector en la emisión de gases de efecto invernadero puede
alcanzar un tercio del total. Además, el transporte es la única actividad que
se ha alejado de la moderación de las emisiones en los últimos veinte años.
Bajo el mantra de la libertad de movimiento,
la hipermovilidad esconde y genera una enorme dependencia y, como señala John
Adams (2000), considerables consecuencias sociales negativas:
polarización social, peligrosidad, hostilidad a la infancia, problemas de
salud, menor diversidad cultural, anonimato, pérdida de confianza, etc.
Es evidente que cuando se utilizan
conceptos como el de exceso o superación de límites se entra de inmediato en un
ámbito de controversia y subjetivismo con un doble interrogante: ¿cuánto es
demasiado?, ¿cuánto es suficiente? Sobre todo cuando la materia a debate es,
inicialmente, algo deseable, como ocurre con la movilidad. El propio elemento
‘hiper’ se utiliza en nuestra lengua en ambos sentidos, como exceso o,
simplemente, como abundancia.
Como ahora se pretende mostrar, a lo largo
de los últimos cincuenta años, un conjunto de personas y movimientos sociales
han afrontado la movilidad desde la percepción de sus excesos, desde la idea de
que en muchas ocasiones se habían traspasado los límites de lo necesario. Personas
y movimientos sociales que han navegado a contracorriente del pensamiento
habitual, caracterizado por colocar a las diosas movilidad y velocidad en la
parte más alta del Olimpo de valores y creencias que enmarca la cosmovisión
dominante.
El presente artículo reseña algunos de esos
hitos y argumentos de la reflexión y la acción social que todavía iluminan las
acciones de quienes cuestionan y resisten hoy una movilidad desbordada. Como se
decía en otro texto:
A contracorriente del afán de ajetreo
creciente y sin fin han nadado millones de personas. De ellas ha nacido la
escritura crítica del transporte; por eso no debe sorprender que el grueso de
las reflexiones hechas a contracorriente proceda de personas que no son
profesionales de la materia asociada más directamente al transporte; pocos son
los ingenieros que se incluyen en esta selección de nadadores a
contracorriente. Filósofos, economistas, urbanistas, sociólogos, abogados,
periodistas y hasta un obispo han sido los mejores exponentes de esa otra
manera de pensar en el transporte que aquí se quiere describir. Su propia
formación les ha permitido eludir el paradigma del tráfico y del transporte.
Alfonso Sanz, 1994
Obviamente, la reseña presenta numerosos
sesgos y limitaciones, como los derivados de la proximidad o el del idioma de
los autores citados. Los gigantescos programas de transformación del territorio
y las ciudades que se han desarrollado o se están desarrollando fuera de las
fronteras de Europa y América seguro que han generado resistencias, pero la
agenda de los medios de comunicación convencionales no les dedica mucho espacio
y la bibliografía o documentos que se derivan de ellas no está al alcance del
autor de estas líneas, muchas veces por cuestiones idiomáticas.
1
1
Cuestionando el dogma de las infraestructuras
En los dos últimos siglos hay multitud de
ejemplos de movimientos sociales de oposición a la construcción de
infraestructuras de transporte, así como del pensamiento crítico que se ha
generado al calor de los mismos y que los ha alimentado. La historia de las
grandes obras para la movilidad de personas o materiales, presentadas siempre
como el camino de la felicidad y el bienestar de la humanidad (Sanz, 1996),
tiene en paralelo pequeños pero deslumbrantes relatos de pensamiento y acción
heterodoxos; las autopistas, los aeropuertos, los puertos, los ferrocarriles de
alta velocidad o las líneas de alta tensión de transporte de electricidad
cuentan con una historia de resistencias y argumentos que cuestionan ese dogma
de la bondad de la gran obra.
En ocasiones las resistencias se fundan
exclusivamente en el legítimo interés de los grupos afectados, que ven
amenazado su territorio, su modo de vida o sus intereses económicos. Pero otras
veces la oposición trasciende lo local e ilumina los lados oscuros del
despliegue del sistema de movilidad o del propio sistema económico; al
cuestionar el dogma de las infraestructuras se cuestiona el dogma del sistema
económico y político; se interroga sobre el marco institucional que favorece
los intereses de determinados grupos de poder; y se acaba relativizando los
valores de la cultura dominante.
La revisión crítica de los proyectos y
planes de infraestructuras de transporte es una ardua tarea que se enfrenta a
un conjunto de dificultades que se repite invariablemente, con independencia
del tiempo o el país. La primera es el desequilibrio de fuerzas: los críticos a
las grandes infraestructuras representan organizaciones inicialmente débiles,
construidas trabajosa y voluntariamente, mientras que sus adversarios conforman
poderosos grupos de presión política y económica.
La segunda dificultad es la de comprender y
posteriormente desvelar ante la opinión pública los objetivos no explícitos de
los proyectos, aquellos propósitos que los promotores no mencionan y que llegan
a ser la principal fuerza motriz de los mismos. Las obras de construcción de
infraestructuras no son sólo un negocio por sí mismo, sino la oportunidad de
abrir y desarrollar otros muchos, incluso más suculentos, con el inmobiliario a
la cabeza.
La tercera dificultad en el combate contra
el dogma de las infraestructuras es la de disponer de herramientas para que se
pueda realizar un balance completo y riguroso de las ventajas y los
inconvenientes de los proyectos. Las obras se publicitan sobrevalorando las
ventajas, infravalorando los costes y obviando las consecuencias negativas en
el ámbito social y ambiental. Los promotores de las infraestructuras aplican
lógicas de movilidad y económicas particulares que se hacen pasar por universales
y únicas, excluyendo del debate las lógicas sociales y ambientales que pudieran
resultar contradictorias con ellas. La destrucción de recursos naturales, la
contaminación, el ruido, la ruptura de los lazos de vecindad, los daños no
materiales de los accidentes, etc., son consecuencias que no entran en la
contabilidad ni en el debate social y político hasta que los críticos no se
empeñan en ello.
Por último, la cuarta dificultad tiene que
ver con el sustrato ideológico y cultural dominante, caracterizado por la fe en
el progreso, la creencia de que existe una trayectoria histórica lineal en la
que cada paso del tiempo supone mejoras sobre lo anterior. En ese contexto
filosófico, las infraestructuras de transporte constituyen un dogma para el
bienestar y la felicidad de la población, y los que se oponen a ellas no sólo
tienen que combatir los proyectos o planes concretos, sino la carga mitológica
que arrastran (Sanz, 2001). Es así habitual que, para la
descalificación de quienes se oponen a las infraestructuras, se acuda a
acusaciones como la de que son personas que quieren ‘la vuelta a las cavernas’,
enemigos del progreso, de la libertad, del empleo y del bienestar de los
trabajadores o, incluso, de la patria. No en vano, los nombres con los que se
publicitan los grandes planes de infraestructuras apelan a ese tipo de
emociones: Roads for Prosperity [Carreteras para el Progreso]
fue el nombre elegido para el programa de autopistas británico de los años
ochenta del siglo XX, mientras que el plan estadounidense de 1956 para crear la
más ambiciosa red de autovías del mundo[4], hasta la presente
explosión china se denominó Sistema Nacional de Autopistas
Interestatales y para la Defensa.
En la historia de la resistencia a las
infraestructuras de la hipermovilidad destaca, por su brillante combinación de
argumentos y acción, la que se produjo en las dos últimas décadas del siglo
pasado frente al mencionado programa Roads for Prosperity propuesto
por el gobierno de Margaret Thatcher y publicitado en 1989 como el mayor
programa de desarrollo viario llevado a cabo en el Reino Unido «desde los
romanos» (Stewart et al., 1995). La oposición a tramos concretos de
la red propuesta articuló tanto argumentos teóricos contra la política de
transportes basada en el coche como acciones ciudadanas. La resistencia ante
las máquinas y la creación de campamentos en los árboles que iban a ser
derribados brindó el elemento mediático necesario para detener varios
proyectos. El resultado de todo ello fue la reducción de los proyectos que
pasaron de 500 nuevos tramos a sólo 37 y, sobre todo, el inicio de lo que se
consideró una ‘revolución’ en el pensamiento y la política de transportes en
aquel país.
Al margen de los documentos de política de
transportes que se redactaron a finales de los años noventa, como el destacado
libro blanco A New Deal for Transport: Better for everyone (DFT, 1998),
del gobierno británico posthatcheriano, hay varios informes, todavía de gran
vigencia, que seguramente no se habrían generado sin el debate ciudadano y
técnico previo aquí relatado. El primero fue un amplio y sistemático panorama
de la cuestión ambiental que afronta el transporte (RCEP, 1994),
mientras que el segundo estableció evidencias de que las infraestructuras de
transporte generan tráfico, es decir, no sólo acomodan los flujos existentes,
sino que modifican las pautas de desplazamiento en lo que se denomina en la
jerga del sector como inducción de tráfico (SACTRA, 1994).
Las nuevas carreteras, por ejemplo, no sólo atraen el tráfico preexistente sino
que, facilitando la circulación de vehículos, inducen desplazamientos que
previamente no se producían y generan cambios en los usos del suelo y en los
comportamientos de la población, lo cual se traduce en el incremento de la
circulación. La inducción de tráfico explica así la espiral insaciable de más
carreteras que acaban llamando a más tráfico y éste a más carreteras.
En la actualidad los grandes planes y
proyectos de autovías y autopistas se concentran sobre todo en los países de
economías emergentes o también en la periferia europea, allí donde el automóvil
está en pleno crecimiento. La expansión de China, donde las autopistas están
creciendo a un ritmo sin parangón en la historia del planeta, está llevando el
afán pavimentador a unas cotas que hacen palidecer las anteriores.
Hay, sin embargo, un territorio europeo
donde, a pesar de disponer de una cuantiosa oferta de ese tipo de
infraestructuras, los proyectos siguen proliferando: España, el país que en la
actualidad cuenta con la red de autovías y autopistas de mayor longitud del
continente, por encima de Alemania, Francia o Italia. De poco ha servido que el
debate sobre esta modalidad de infraestructuras de transporte se remontara a
las postrimerías del franquismo, cuando la aprobación del denominado Plan
Nacional de Autopistas desencadenó una oposición ciudadana
relativamente fuerte que obtuvo algunos éxitos y permitió empezar a discutir
sobre las consecuencias de las autopistas sobre el territorio, el medio
ambiente, el modo de vida y la economía[5].
Durante la reciente etapa democrática los
sucesivos gobiernos conservadores o socialdemócratas han mantenido una subasta
de planes de infraestructuras viarias que se ha extendido a las
administraciones autonómicas. Bajo el lema de «nosotros construiremos más» se
han ido desarrollando ingentes planes de carreteras de alta capacidad que han
llevado en un amplio periodo a construir una red de más de 15.000 kilómetros de
autovías o autopistas o carreteras de doble calzada. Entre 1990 y 2008 las vías
de alta capacidad se expandieron en el país a un ritmo de más de 1,5 kilómetros
diarios[6]. Cada día, durante los
365 días del año, durante esos dieciocho años, la red de autovías, autopistas y
vías de doble calzada ha crecido en España 1,5 kilómetros. Como referencia
comparativa hay que recordar que la red de autopistas del Reino Unido tenía en
2008 una longitud de 3.559 kilómetros a los que se añadían otros 3.470 de
carreteras de doble calzada, sumando por tanto menos de la mitad de la red
española (DFT, 2008), cuya longitud a principios de los años
noventa era inferior a la británica.
La metáfora del ladrillo, que retrató la
etapa reciente de la economía española, no es completa sin el asfalto y el
hormigón, cuya expansión no tiene además perspectivas claras de freno en la
próxima década, según se deduce de los planes aprobados por la administración
central o autonómica. En el contexto de las burbujas financieras e
inmobiliarias o en el contexto de la crisis, las recetas de las instituciones y
los agentes sociales, económicos y políticos, para seguir la senda del
crecimiento económico o para solventar cualquier problema social o político,
tienen como ingrediente común la construcción de nuevas infraestructuras de
transporte. Desgraciadamente, en los últimos veinte años los debates sobre el
modelo de movilidad y las necesidades de infraestructuras no han alcanzado la
agenda mediática, quedando la resistencia circunscrita a los grupos ciudadanos
locales y al movimiento ecologista, que no ha podido, como en el caso del Reino
Unido, ampliar el alcance de sus alegaciones y protestas hacia la discusión
pública abierta y amplia de una nueva política de movilidad[7][8].
Los proyectos de aeropuertos, puertos,
ferrocarriles de alta velocidad, líneas de alta tensión, trasvases de agua y
demás infraestructuras de transporte, que han encontrado resistencia en todos
los continentes en el último medio siglo, siguen puntualmente el mismo guión
descrito anteriormente para las carreteras: desequilibrio inicial entre los
contendientes, agenda oculta en los propósitos de los proyectos,
sobrevaloración de las ventajas, desprecio de los inconvenientes, modelo único
de transporte y fe en el progreso lineal e infinito.
2
2 La
economía esclava de la movilidad y de los megaproyectos
Entre los argumentos que se suelen emplear
para defender los proyectos de infraestructuras de transporte destacan los
económicos. Según sus defensores, las obras son la mejor opción para que la
inversión genere crecimiento de la economía y para el beneficio de todos,
incluyendo las áreas desfavorecidas. Así, el mencionado programa de autopistas
británico se presentó al parlamento y la opinión pública buscando el aval del
crecimiento de la economía:
El programa de expansión mejorará la
red interurbana de vías de alta capacidad reduciendo los tiempos de viaje e
incrementando la fiabilidad de los viajes por carretera. Se trata de un vital
impulso adicional a la industria británica. Las medidas propuestas facilitarán
los medios para mejorar la geografía económica del país, incrementando las
oportunidades de las zonas menos favorecidas, ayudando a la regeneración urbana
y a la asimilación del crecimiento de las áreas más prósperas.
DFT, 1989
La réplica a esa idea de que existe una
relación biunívoca entre economía e infraestructuras de transporte fue ofrecida
en un primer momento por el movimiento de oposición al plan (Whitelegg, 1994),
pero acabó siendo aceptada en el ámbito académico al considerarse que las
carreteras u otras infraestructuras de la movilidad que conectan dos zonas
desiguales en renta pueden acelerar el declive de la más débil al facilitar el
suministro de sus necesidades desde el exterior (Hart, 1993 y Plassard, 1991).
Y poco más tarde fue corroborado por un informe oficial:
Aunque en algunas circunstancias los
programas de transporte pueden aportar beneficios económicos adicionales a una
zona que necesita regeneración, en otras zonas se puede producir lo opuesto. La
mejora de las comunicaciones ampliará los mercados de bienes, servicios y
trabajadores: la zona en general puede ganar o perder en función de la
estructura y competitividad de la economía local. Lo que se deduce es que no
hay un vínculo simple e inequívoco entre provisión de transporte y regeneración
local.
SACTRA, 2000
Una de las tácticas más frecuentes para
mejorar la percepción pública de los proyectos consiste en infravalorar los
costes previstos, en la misma medida en que se sobrevaloran las ganancias. Una
revisión internacional de los costes de grandes proyectos de obras públicas
mostró la sistemática infraestimación de las inversiones necesarias, con cifras
medias inferiores en cerca de un tercio de las que luego se invirtieron; hasta
el punto de que sus autores se preguntaron si se trataba de un error de cálculo
o directamente una manera de mentir para justificar las obras, concluyendo que
«aquellos legisladores, administradores, banqueros, medios de comunicación y
ciudadanos que valoren las cifras honestas no deben confiar en los costes
estimados por los promotores y evaluadores económicos de las infraestructuras»
(Skamris & Buhl, 2002).
Ese diferencial entre lo planificado y lo
realmente invertido conduce a lo que se ha denominado como «paradoja de los
megaproyectos», que expresa la contradicción entre el crecimiento de ese tipo
de grandes inversiones y los pobres resultados que vienen arrojando
históricamente y en todos los países (Flyvbjerg et al., 2003).
La paradoja de los megaproyectos sugiere
revisar no sólo las estructuras de poder que conducen a su desarrollo, sino los
propios fundamentos de la economía bajo los que inicialmente se esconden las
justificaciones de estas obras. Una tarea a la que han ido aportando ideas
diversas corrientes críticas de la disciplina. La hipermovilidad y los
megaproyectos no son sólo el producto de los intereses de determinados grupos
de poder, sino del propio enfoque convencional de lo económico, que de espaldas
a lo ambiental y social intenta ampliar la esfera del dinero más allá de lo
razonable.
Uno de los primeros economistas que
denunció el modo en que los grupos de presión orientaban la política económica
y la legislación a favor del automóvil fue el francés Alfred Sauvy (1968).
A través de medidas parciales obtenidas a lo largo de muchos años, de
manipulación de la información disponible y de propaganda, la fuerza del
automóvil acabó imponiéndose como única política de transporte e industrial
posible[9].
Su ensayo Les quatre
roues de la fortune (Sauvy, 1968) describe los procesos
que hicieron posible esa victoria e inicia buena parte de los debates
económicos que hoy siguen estando de actualidad en este campo. Muestra, por
ejemplo, las trampas realizadas para contabilizar los gastos y los ingresos del
Estado debidos al automóvil; trampas en las que caen todavía hoy múltiples
intentos de realizar el balance económico, social, fiscal y ambiental del
transporte. Alerta de las consecuencias que acarrea el desequilibrio en el
gasto público en favor del automóvil frente al transporte colectivo y, también,
de las que conlleva la aplicación de criterios estrechos de ‘rentabilidad’ a
modos de transporte como el ferroviario. No olvida tampoco Sauvy
desvelar la prioridad dada al transporte en la inversión del Estado en
detrimento de otras necesidades sociales, concluyendo que «El sacrificio de la
vivienda en aras del automóvil, ya fuertemente iniciado, va a ser perseguido
sin desfallecimiento».
En el mismo periodo de finales de los
sesenta, aunque desde un punto de vista bien diferente, Ezra J. Mishan
utilizó la economía del transporte para desnudar los cimientos del conocimiento
económico y encontrar sus debilidades y las de sus dogmas indiscutidos. En su
obra de divulgación Los costes del desarrollo económico
(Mishan, 1969), señala que el debate sobre la economía y el
bienestar social no debe basarse en mediciones como las que ofrece el Producto
Interior Bruto. Y quiebra la fantasía de la elección individual en las
decisiones económicas:
Los hombres se han convertido en
víctimas de su fe en el progreso. Debido a que el marco institucional se halla
retrasado en muchos aspectos cruciales respecto a los acontecimientos
económicos, se hallan bajo la ilusión de que han elegido libremente el
automóvil privado como vehículo del futuro.
Mishan, 1969
A través de un par de ejemplos, Mishan
demuestra que algunos de los indicadores que utilizan los economistas para
medir el beneficio que obtiene cada individuo con el transporte son ciegos para
observar las pérdidas incluso económicas que le acarrean las decisiones basadas
en la libre elección: un alza en el indicador viene acompañada de una reducción
en el beneficio. La elección individual no desemboca necesariamente en el
bienestar colectivo, ni tampoco, a medio y largo plazo, en el propio bienestar
individual.
Mishan es una
referencia de la corriente de la economía denominada ecológica, que cuestiona
los conceptos y fundamentos sobre los que se edifica el enfoque dominante
(neoclásico). En la obra fundamental de la economía de raíz ecológica, La
economía en evolución, Naredo (1987) desvela las
insuficiencias y contradicciones del pensamiento económico neoclásico para
afrontar los retos de un planeta finito, cerrado en materiales y abierto al
flujo de la energía solar.
El enfoque ecointegrador de Naredo
inspira el trabajo en economía del transporte de Antonio Estevan (1996),
el cual parte de un reconocimiento de los límites ecológicos que presenta la
movilidad, tanto en términos de recursos que requiere como de perturbaciones o
residuos que causa. La existencia de estos límites hace inviable la
satisfacción de la demanda de transporte indefinidamente creciente que
caracteriza a la hipermovilidad. La economía ecológica del transporte incorpora
la reflexión sobre las consecuencias no sólo inmediatas, sino a medio y largo
plazo de la movilidad, introduciendo las preocupaciones por las generaciones
futuras en la medida en que, a diferencia del enfoque neoclásico, puede manejar
adecuadamente la diferencia entre flujos y stocks, anticipándose así
a la escasez de materiales y depósitos de energía.
El seguimiento de los flujos de energía y
de los requerimientos de materiales que se necesitan para los desplazamientos
de personas o mercancías conduce a una comprensión integral de la movilidad. El
transporte no puede comprenderse sólo en la circulación o el movimiento, sino
en el conjunto de fases que lo hacen posible, desde la fabricación de los
vehículos, a la construcción de las infraestructuras, la gestión y
mantenimiento del sistema, el tratamiento de los residuos o la propia
extracción y preparación de los combustibles y materiales que requieren todas
esas fases que participan en la movilidad.
Figura 1:
Las necesidades de materiales y energía en el ciclo global de la movilidad
El enfoque ecointegrador, con ese método
sistemático de análisis que integra la movilidad en sus diferentes fases,
permite a Antonio Estevan (1996) revisar los lugares comunes de la
política de transportes en España y, en particular, desvelar las cuentas
ocultas del Estado en relación a esta actividad. Frente a lo que suele ser
manifestado por los grupos de presión del transporte, en particular los del
automóvil y de la carretera, no se trata de una actividad que genera ingresos
ingentes a las arcas públicas sin contrapartidas, sino más bien de un ámbito en
donde suele haber más aportaciones del Estado que hacia el Estado (Estevan, 1996).
La última gran divergencia del enfoque
ecointegrador respecto a la economía estándar o neoclásica, que domina el
panorama institucional y académico, tiene que ver con el tratamiento de las
consecuencias sociales y ambientales del transporte. Durante las últimas
décadas, la economía neoclásica ha intentado adaptar su marco teórico a los
retos sociales y ambientales de la hipermovilidad, incluyendo en sus métodos de
análisis lo que ha denominado como ‘costes externos’ de los desplazamientos, es
decir, costes que no están incorporados a los precios del transporte y que
recaen en la sociedad o en el entorno. La intención final es corregir los
impactos del transporte por vía de los precios, añadiendo (‘internalizando’)
mediante tasas, peajes y otros mecanismos, los ‘costes’ que producen los
desplazamientos traducidos a dinero.
Esta opción de ‘internalización de los
costes externos’ del transporte se ha convertido en la gran apuesta de la Comisión
Europea para intentar limitar los daños del transporte (véase al
respecto CCE, 1995; 1998; y 2008). Se trata con ello de reconducir
el sector hacia comportamientos más coherentes con las exigencias de las
políticas ambientales de la Unión Europea (UE),
por ejemplo en relación a la emisión de gases de efecto invernadero, la calidad
del aire o a la biodiversidad, así como a contribuir a metas sociales también
marcadas en la agenda europea como son la reducción del número de accidentes de
tráfico, la obesidad o la equidad en la movilidad.
Sin embargo, los métodos para calcular los
‘costes externos’ del transporte y buscar tarifas que los compensen están
minados por decisiones arbitrarias que se ocultan bajo ejercicios matemáticos
cada vez más enrevesados; cálculos que ponen precio a valores que la economía
ecológica considera no mensurables, como por ejemplo las vidas humanas segadas
por los accidentes, la salud deteriorada por la contaminación o la
biodiversidad; o que cuantifican los costes económicos que estarían dispuestas
a pagar las generaciones futuras por evitar el cambio climático, lo que
evidentemente supone un ejercicio contra el sentido común (Sanz, 2010).
Por ello, desde la perspectiva del enfoque
ecointegrador, este esfuerzo técnico y político de calcular los ‘costes
externos’ del transporte se percibe como un parche en un marco teórico
inadecuado y, lo que es peor, no parece que pueda frenar la hipermovilidad.
Los defensores de las tarifas alegan
que con la subida del coste se moderará el transporte, y que el dinero
recaudado permitirá desarrollar los transportes alternativos. Lo segundo ya se
ha visto que no es cierto, pero lo primero tampoco lo es. La camisa venida de
China, que pagó 10 céntimos de euro por su viaje hasta Rotterdam, apenas pagará
1 o 2 céntimos más de coste ecológico en su viaje hasta cualquier ciudad del
interior de Europa. La nueva fábrica del mundo puede estar tranquila. Las
tarifas ecológicas no van a erosionar sus mercados.
Estevan, 2005
Es cierto que para algunos productos de
mayor relación peso/valor añadido los costes de transporte suponen una
proporción importante del coste final, pero el diferencial de los costes de
producción sigue siendo mayoritariamente favorable a mover las mercancías y
fabricarlas allí donde los trabajadores cobran diez veces menos que en los
países receptores.
La alternativa a la internalización de los
‘costes externos’ del transporte arranca con la construcción de las denominadas
cuentas integradas o ecológicas[10].
Cuadro 1: Esquema de las Cuentas Integradas o
Ecológicas del Transporte. Estructura de los flujos principales de valor en el
ciclo global de la movilidad
|
Esfera
ambiental.
Afecciones ambientales
|
Esfera
social.
Afecciones sociales
|
Esfera
económica.
Producción monetarizada
|
Fase 0:
Extracción y procesado de materiales y energía
|
Consumo de
materiales.
Consumo de energía.
Residuos líquidos, sólidos y gaseosos.
|
Desigualdades
laborales en la minería e industrias de transformación y refino de materiales
y combustibles necesarios para las demás fases.
|
Industria de la
extracción de minerales y energía.
Industria de procesado de materiales y energía.
|
Fase 1:
Fabricación de vehículos e infraestructuras
|
Consumo de
materiales.
Consumo de energía.
Residuos líquidos, sólidos y gaseosos.
|
Desigualdades
laborales en la industria de fabricación de vehículos o infraestructuras de
transporte.
|
Industria de la
fabricación de vehículos.
Industria de material de transporte.
Industria de fabricación de tuberías e infraestructuras de transporte de
electricidad.
|
Fase 2:
Construcción de infraestructuras
|
Consumo de
materiales.
Consumo de energía.
Residuos líquidos, sólidos y gaseosos.
Artificialización del suelo.
Afecciones al paisaje y la biodiversidad.
|
Segregación
territorial.
|
Sector de la
obra pública.
|
Fase 3:
Circulación de vehículos
|
Consumo de
energía.
Ruido.
Residuos gaseosos.
|
Accidentes.
Percepción del riesgo y del peligro y transformaciones del comportamiento
derivadas de dicha percepción.
Pérdida de autonomía de diferentes colectivos.
Pérdidas de comunicación.
Desigualdades.
Congestión.
|
Servicios de
transporte, suministro y distribución de energía y agua.
|
Fase 4:
Mantenimiento del sistema
|
Consumo de
materiales.
Consumo de energía.
Residuos líquidos.
|
Accidentes
profesionales y accidentes in itinere.
|
Mantenimiento
de redes, reparaciones, seguros, autoescuelas, certificaciones de seguridad,
sistemas de gestión de redes.
|
Fase 5:
Eliminación de residuos
|
Consumo de
materiales.
Consumo de energía.
Residuos sólidos.
|
Desigualdades
en la localización de depósitos y emisiones de residuos.
|
Recuperación,
depósito y reciclaje de residuos.
|
Ciclo global
|
Cuantificación
de afecciones ambientales totales.
Cuenta ambiental.
|
Sistematización
y cuantificación de afecciones sociales.
Cuenta social.
|
Producción de
transporte.
Cuenta económica.
|
La virtud de estas cuentas diferenciadas es
que rescatan el debate de los ejercicios monetario-matemáticos a los que llegan
los cálculos de externalidades y lo conducen a sus profundas raíces sociales,
culturales y políticas, pues se trata de encauzar el sistema económico en una
nueva cultura de la movilidad que reconozca sus límites ambientales y sociales.
Límites que cuestionan al propio sistema económico edificado sobre el
crecimiento y esclavo del transporte:
[...] el crecimiento económico, en
cualquiera de sus formas conocidas, parece inseparable del aumento de la
dimensión geográfica de los mercados de bienes y servicios. ‘Crecer’
económicamente no es otra cosa que ampliar los mercados, ya sea incorporando al
sistema de intercambio nuevos territorios, o nuevos recursos naturales, o
nuevos grupos sociales que anteriormente estaban vinculados a la tierra en su
ámbito local, en modelos de subsistencia autónomos o escasamente monetarizados.
Todas estas incorporaciones se basan en el transporte. En realidad, el
crecimiento económico es básicamente una intensificación del transporte. El aumento
del transporte y el desarrollo son prácticamente lo mismo.
Estevan, 2005
Quizás por ello es por lo que la UE ha abandonado
recientemente el propósito de desacoplar el crecimiento de la economía del
crecimiento del transporte, tal y como tenía como objetivo en el Libro
Blanco de la política de transportes de 2001 (CEE, 2001),
a la vista de los resultados inversos obtenidos en lo que se refiere a la
relación entre Producto Interior Bruto (PIB) y transporte de mercancías.
El último documento sobre política de transporte de la Comisión
Europea (CEE, 2009) reconoce que el incremento del
comercio mundial y la mayor integración de la UE ampliada impidieron el
desacoplamiento del transporte de mercancías del PIB en la última década.
3
3 La
ciudad y la ciudadanía contra la hipermotorización
En el ámbito urbano, la intensificación del
transporte se ha expresado en términos de crecimiento de la motorización y,
sobre todo, del parque y del uso del automóvil, violentando las estructuras y
principios sobre los que se edificaba la ciudad. La libertad de movimiento que
ofrecía este medio de transporte, primero a algunos individuos y luego a un
grupo social considerable, se trastocó en una relación de dependencia conforme
la ciudad se fue moldeando para satisfacer sus ingentes necesidades de espacio
a pesar de las negativas consecuencias sociales y ambientales que la
masificación del automóvil supone.
Por hipermotorización se entiende aquí la
situación de un territorio en el cual se ha desbordado un determinado umbral de
parque y uso del automóvil, convirtiendo a la sociedad en dependiente del
coche. La determinación de dichos umbrales, aunque discutible, permite
clarificar el alcance de la dependencia respecto al automóvil y las tendencias
previsibles en la movilidad mundial. Desde el punto de vista del autor de estas
líneas, se puede hablar sin duda de hipermotorización cuando el parque
automovilístico permite transportar al mismo tiempo a toda la población (250
automóviles por 1.000 habitantes) o cuando el uso del automóvil supera el 25% de
los desplazamientos cotidianos de la población.
España superó el umbral de
hipermotorización según parque de automóviles en 1982, cuando había un
automóvil por cada cuatro habitantes. En la actualidad hay registrado un
automóvil por cada dos habitantes (DGT, 2009). La hipermotorización
se ha ido extendiendo por buena parte del planeta, de manera que el parque
mundial alcanzó en 2000 la cifra de un automóvil por cada diez habitantes.
En todos los países, la hipermotorización
llega de la mano de la combinación de un despliegue ventajoso de la industria
del automóvil y de las infraestructuras, en especial de las que abren la ciudad
al automóvil, pues lo urbano es el bastión fundamental de la movilidad que hace
falta dominar. Y son las infraestructuras que facilitan el dominio del
automóvil en la ciudad las primeras causas de resistencia. Así, ocurrió con los
tramos urbanos del Plan Interestatal de Autopistas de
Estados Unidos, que recibió sobre todo la oposición de los
residentes de algunos de los barrios por los que penetraban en las ciudades.
Lewis Mumford,
reputado ensayista en el campo del urbanismo, de la historia de la arquitectura
y de la tecnología, denunció en 1958 el Sistema Interestatal de Autopistas,
anunciando los irreparables daños que causaría en las ciudades y las
consecuencias para la racionalidad del sistema de transporte:
El modo de vida americano está basado
no tanto en el transporte motorizado como en la religión del automóvil, y los
sacrificios que la gente está dispuesta a hacer por esta religión van más allá
del dominio de la racionalidad. Quizás lo único que podría devolver el sentido
a los americanos sería una clara demostración del hecho de que su programa de
autopistas conseguirá, finalmente, cancelar el espacio de libertad que el automóvil
privado les promete.
Mumford, 1958
Esa cancelación de la promesa de libertad
fue también observada por la periodista de temas de arquitectura Jane Jacobs.
Su experiencia en la campaña contra una autopista en el distrito neoyorquino de
Manhattan le ayudó a afilar su crítica contra la ortodoxia de la planificación
urbana, destilada en 1961 en lo que hoy es un libro clásico del urbanismo: The
Death and Life of Great American Cities (Jacobs, 1961).
Su concepción de la ciudad era divergente con la propugnada por Mumford,
pero coincidió con éste en la capacidad destructiva que encierran las
autopistas urbanas.
Jacobs se opuso
a la idea de que todos los tejidos urbanos antiguos ofrecen cualidades
despreciables para la vida actual por no cumplir los requisitos deseados por la
mayoría de los urbanistas e ingenieros de caminos. Su rica mezcla de usos y
grupos sociales, sus frecuentes cruces, su combinación de edificaciones de
distinta condición y edad y sus densidades relativamente altas de población,
hacen que los centros urbanos sean espacios vitales insustituibles, aunque, y
quizás precisamente por ello, no se adapten correctamente a la introducción
masiva de automóviles.
La preservación de la calle, como espacio
de convivencia peatonal y soporte de múltiples actividades no supeditadas al
automóvil, se convierte en objetivo central de la ciudad propuesta por Jacobs,
posteriormente desarrollada por varias corrientes de la planificación
urbanística, como la denominada New Urbanism.
Las semillas de esa recuperación cultural
de la ciudad densa y de las calles complejas están también presentes en algunas
reflexiones y batallas que ponen el énfasis en la diversidad de perspectivas y
necesidades de las sociedades humanas pretendidamente homogéneas. La introducción
de la perspectiva de género, de la infancia o de las personas con discapacidad
en la planificación urbana quiebran la aparente ‘racionalidad’ del denominado
«urbanismo moderno» de la Carta de Atenas y Le
Corbusier, modelos urbanísticos generadores de dependencia respecto al
automóvil.
La obra de la historiadora y arquitecta Dolores
Hayden es un ejemplo de las aportaciones del feminismo al modo de hacer
ciudad y, en consecuencia, de configurar los patrones de movilidad. Frente a la
perspectiva unidimensional de la ciudad, basada en conceptos patriarcales, Hayden
muestra que se pueden construir barrios y ciudades que contribuyen a la
igualdad (a la conciliación de la vida laboral y doméstica, como se expresa en
la actualidad) y desmonta la visión idílica y liberadora que para las mujeres
representa la urbanización dispersa de viviendas unifamiliares aisladas, en las
que el automóvil contribuye al aislamiento de unas familias respecto a otras e
incluso a los miembros de cada familia entre sí. Además, señala que «Los
planificadores del transporte han utilizado a menudo a las mujeres, explícita o
implícitamente, para dar servicio a los varones y los niños, pero no han
planificado el transporte para dar servicio a las mujeres» (Hayden, 1986).
La revisión de los cimientos sobre los que
se construye la ciudad hipermotorizada y veloz, obedeciendo a las exigencias de
un supuesto ‘hombre medio’, también se viene produciendo desde la perspectiva
de la infancia. Francesco Tonucci, pedagogo italiano, es la figura de
referencia en la revalorización de las necesidades de los niños y niñas en la
ciudad y, en particular, en la recuperación de su autonomía en el espacio
urbano. Son muestra de ello sus libros La ciudad de los niños y Cuando
los niños dicen basta (Tonucci, 1991 y 1998)[11].
La autonomía infantil está puesta en
entredicho por una compleja red de factores interrelacionados, entre los que
resulta central pero no único la hipermotorización, que deriva en el dominio
del espacio público por parte de vehículos circulando o aparcados. Hasta una
determinada edad las personas no son capaces de asimilar correctamente las
condiciones del tráfico veloz y, por tanto, no es posible construir una ciudad
apta para la infancia sin replantear el papel del automóvil en ella; sin
cuestionar la hipermotorización y la dependencia respecto a un vehículo que una
buena parte de la población no puede usar por edad, condición física, renta o
no disponer del carné correspondiente.
Hay que recordar a este respecto que, sólo
después de medio siglo de hacer en España ciudades para el automóvil, la
población que puede conducir se ha equilibrado con la que no puede o quiere
hacerlo. En 2008 la población española con carné de conducir automóviles superó
por primera vez la cifra del 50% del total[12]. La antigua propaganda
sobre el carácter universal del coche («todo el mundo tiene coche», «todo el
mundo puede conducir un coche») queda así claramente en entredicho.
Otra mirada que está contribuyendo a
cambiar los parámetros normalizados de lo urbano, y también de la movilidad, es
la que ofrecen las personas con discapacidad y sus organizaciones. Al igual que
ocurrió con las mujeres o con la infancia, el primer paso que tuvieron que dar
las personas con discapacidad hace ya varias décadas fue el de hacerse
visibles, mostrar ante la opinión pública y las administraciones que existe una
considerable parte de la sociedad con capacidades diferentes a las
normalizadas, para la cual la ciudad y su movilidad están plagadas de barreras.
Buena parte de los cambios que se han producido en nuestras ciudades, para
facilitar la comodidad de los desplazamientos peatonales o del acceso al
sistema de transporte colectivo, deben ser agradecidos al movimiento de las
personas con discapacidad. Bordillos rebajados o autobuses de piso bajo,
inimaginables sólo hace dos décadas, no son anécdotas de una transformación, sino
los primeros reflejos de un cambio todavía más profundo.
Un cambio, surgido del movimiento de
personas con discapacidad, que viene asociado a conceptos como los de ‘diseño
para todos’ y ‘vida independiente’, capaces de transformar también la forma de
concebir la ciudad y la movilidad. Construir una ciudad y un transporte
accesible a las personas con discapacidad es, además de un derecho de esa parte
considerable de la sociedad, una opción inteligente para todos, pues facilita
la vida cotidiana de toda la población, con o sin discapacidad. Por su parte,
la introducción del concepto de ‘vida independiente’[13] supone quebrar la
visión caritativa o médica de la discapacidad para insertarla en el marco de
los derechos humanos y de la aceptación de la diversidad humana.
Mujeres, niños, niñas, personas mayores,
personas con discapacidad; en definitiva, ciudadanía a la búsqueda de
autonomía, ciudadanía a la que no libera sino todo lo contrario un modelo
social hipermotorizado, en el que todos se hacen dependientes del automóvil y,
por tanto, dependientes de aquella parte de la población con posibilidades de
conducir un coche.
4
4 La
hipervelocidad devora el tiempo y el espacio
No es casual que, al menos para todos esos
grupos sociales, el espacio y el tiempo tengan un valor diferente al señalado
por el mercado y las necesidades de movilidad de la economía global. Y si la
vivencia del tiempo y del espacio son diferentes, también lo es el parámetro
que los vincula, la velocidad.
La hipermovilidad deviene en
hipervelocidad, en exceso de velocidad. Incrementar la velocidad es otra manera
de hacer crecer el ámbito de la movilidad. Así lo percibió el filósofo Ivan
Illich cuando la primera crisis del petróleo barato de los años setenta
permitió incorporar el reconocimiento de los límites físicos y ecológicos del
planeta a los principios de la actividad política y social. La velocidad está
necesariamente asociada al consumo de recursos escasos y a la generación de
residuos.
En uno de sus libros germinales, Energía
y equidad (Illich, 1973), defiende que la velocidad
resulta demasiado cara para ser compartida, requiere demasiados recursos de
capital humano y natural, que son limitados por su propia naturaleza, como para
que sean distribuidos equitativamente. Además, paradójicamente, pasado cierto
límite, que él asocia a la velocidad de la bicicleta, la movilidad cuesta más
tiempo a la sociedad del que ahorra. Para demostrarlo utiliza un ejemplo que
por su fuerza explicativa ha sido citado y reelaborado posteriormente en
infinidad de ocasiones:
El varón americano típico consagra más
de 1.500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o
parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, los neumáticos, los
peajes, los seguros, las infracciones y los impuestos para la construcción de
las carreteras y los aparcamientos. Le consagra cuatro horas al día en las que
se sirve de él o trabaja para él. Sin contar con el tiempo que pasa en el
hospital, en el tribunal, en el taller o viendo publicidad automovilística ante
el televisor...Estas 1.500 horas anuales le sirven para recorrer 10.000
kilómetros, es decir, 6 kilómetros por hora. Exactamente la misma velocidad que
alcanzan los hombres en los países que no tienen industria del transporte. Con
la salvedad de que el americano medio destina a la circulación la cuarta parte
del tiempo social disponible, mientras que en las sociedades no motorizadas se
destina a este fin sólo entre el 3 y el 8 por ciento[14].
Illich, 1973
Al asociar el transporte con el tiempo que
requiere de dedicación para su compra y su mantenimiento, y no sólo con el que
hace falta para conducirlo, Illich traduce a la unidad temporal todos
los costes de las distintas fases implicadas en la producción del transporte,
desde la extracción de las materias primas de los vehículos hasta el reciclado
de los mismos, pasando por la construcción y la gestión de la infraestructura.
Desvela así, implícitamente, que el enfoque parcelario habitual de la economía
del transporte impide ver la complejidad del bosque formado por una actividad
que recorre transversalmente, como se ha señalado más arriba, múltiples
sectores de la economía de una nación.
Los cálculos de Illich pueden
hacerse en la actualidad de un modo mucho más preciso gracias a la
consolidación de conceptos como los de requerimientos totales de materiales,
huella ecológica y mochila
ecológica, cuyo objetivo es desvelar las necesidades de energía,
materiales o espacio que exige un sistema económico para su funcionamiento,
incluyendo sus flujos e impactos ocultos que se expresan en otros territorios y
economías[15].
Se puede llegar así a calcular los requerimientos
totales de tiempo social dedicado a un determinado producto o
servicio, que incluiría, en el caso de la movilidad, no sólo el tiempo dedicado
a los desplazamientos, sino el requerido para la extracción de los recursos, la
fabricación de los vehículos, la construcción de infraestructuras, el
tratamiento de los residuos, etc.; las diferencias sociales planetarias se
expresarían así en términos de las horas que dedican ciudadanos de otros países
en la extracción y tratamiento de materiales y energía que requiere nuestro
modelo de movilidad y que, gracias a la inequidad, podemos disfrutar pagando
con poco tiempo de nuestro trabajo. La hipervelocidad muestra así que sus
raíces se esconden en el suelo de la desigualdad planetaria. Las horas
dedicadas por el americano o por el español medio a su automóvil ocultan un
flujo de horas pagadas con un salario muy inferior en otros puntos del planeta.
Otra de las paradojas expresada
brillantemente por Illich tiene que ver con la capacidad que tiene la
movilidad de ‘devorar’ o transformar el espacio: «Los vehículos motorizados
crean distancias que sólo ellos pueden reducir». Siguiendo el hilo de esa
reflexión espacial, Arturo Soria y Puig (1980) describió cómo la
ampliación de las redes y la potencia del transporte motorizado de una ciudad
facilita la incorporación a ésta de nuevo suelo y su especialización funcional,
es decir, la tendencia a que en cada espacio se verifique una única función o
actividad humana. El efecto del transporte motorizado se propaga «acercando
puntos y alejando usos, acortando unas distancias y creando otras» (Soria y
Puig, 1980). Las ciudades son así lugares en los que paradójicamente
todo está más lejos a pesar de que en ellas el transporte motorizado despliega
su máxima potencia.
Esta paradoja tiene que ver con otra que,
precisamente, cuestiona el afán de la movilidad más allá de unos determinados
umbrales. El objetivo del transporte no es el movimiento o la facilidad de
moverse o mover cosas, sino el acceso a bienes, servicios, personas o lugares,
tal y como expresó ya en los años setenta del siglo pasado una comisión oficial
británica:
El acceso [la accesibilidad] y no el
movimiento [la movilidad] es el objetivo del transporte. [...] En una ciudad
bien dotada una persona puede tener acceso a una amplia gama de servicios con
muy pequeños desplazamientos. Aunque posiblemente sea menos móvil en el sentido
ordinario del término que alguien que recorre mayores distancias para ir al
trabajo, al colegio, y por motivos de ocio o para visitar a los amigos, dicha
persona puede a pesar de todo estar mejor situada ya que la acción de
desplazarse, con sus requerimientos de tiempo, coste y esfuerzo personal, es algo
que habitualmente se prefiere evitar.
ICT, 1974
De esa forma, la movilidad pierde su
carácter sagrado como fin en sí mismo, para convertirse en un mucho más modesto
instrumento para la satisfacción de necesidades. Y abre una senda potente para
generar alternativas a la hipermovilidad.
5
5
Lentitud y cercanía: vacunas contra la hipermovilidad
En efecto, las instituciones
internacionales, los grandes grupos de presión del transporte (automóvil, obra
pública, petróleo) y las administraciones de los diferentes ámbitos han acabado
reconociendo que los síntomas de la hipermovilidad tienen tal envergadura que
deben ser aplacados. Sin embargo, las recetas que en general proponen no se
dirigen a tratar en profundidad la hipertrofia, sino a intentar reducir los daños
que ésta causa, especialmente a través de mejoras tecnológicas e
infraestructuras ‘más sostenibles’, manteniendo la fantasía de que es posible
seguir haciendo crecer la movilidad y basar en ella el crecimiento de la
economía[16].
Sin embargo, conforme los problemas
apremian, se va consolidando en las instituciones más abiertas el
convencimiento, ya instalado en el movimiento ecologista y en el ámbito
profesional y académico, de que ese tipo de tratamiento de final de tubería no
es suficiente para afrontar los retos ambientales y sociales de la movilidad.
Así, por ejemplo, en el informe TERM 2007, la Agencia
Europea del Medio Ambiente (EEA), tras analizar el potencial
de diversas medidas (tecnológicas, infraestructurales) para afrontar la
contribución del transporte al cambio climático, señala que sólo la reducción
de la demanda de transporte (mediante precios y otras medidas de gestión) puede
generar limitaciones significativas de las emisiones de gases de efecto
invernadero capaces de guiar al sector hacia los compromisos de Kyoto y Bali de
cambio climático (EEA, 2008).
Desde otras perspectivas ciudadanas y
técnicas ese convencimiento llega más lejos y conduce a construir alternativas
a la hipermovilidad apoyadas, precisamente, en la reducción de las necesidades
de transporte motorizado, tanto en el ámbito de las mercancías como en los
desplazamientos de personas (Estevan & Sanz, 1996). Objetivo
que se puede alcanzar a través de un doble camino: la transformación de las
propias necesidades humanas y la satisfacción de las mismas mediante recursos
más próximos que requieran un menor empleo (menos kilómetros recorridos, menos
frecuencia) de medios de transporte motorizados.
Un doble camino que se sintetiza con la
idea de creación de proximidad o cercanía,
la cual supone reformular el sistema económico, social y cultural que estimula
la hipermovilidad. Frente a la globalización económica que propicia el
transporte frente a lo local, se trata de construir sistemas económicos
sólidamente basados en los recursos locales y en los condicionantes ecológicos
de cada lugar, aprovechando la movilidad y los recursos lejanos como lo que
son, como bienes preciados a emplear sólo cuando sea imprescindible y de la
manera más eficiente posible.
La aplicación del principio de cercanía
presenta también importantes consecuencias sociales, pues revaloriza los
comportamientos y las redes de apoyo mutuo y de solidaridad inmediata. Facilita
el intercambio directo de bienes y servicios en el ámbito local. Da un papel
más equilibrado, frente a la realidad del cara a cara, a las redes de
telecomunicación y sus instrumentos de intercambio social.
Y, en el ámbito cultural, la proximidad
exige reconstruir o construir nuevos valores acerca de nuestra relación con el
entorno social y ambiental, con la naturaleza, los demás seres humanos y los
objetos que estos crean. Integrar el ciclo global de los procesos en nuestras
pautas culturales supone apreciar su durabilidad, su origen, sus requerimientos
de materiales y, también, de transporte.
La revalorización de lo cercano conduce
directamente a la revalorización de la lentitud o, como también podría
denominarse, velocidad convivencial. Los procesos, vivencias y satisfacciones
no se deben regir por el tiempo mínimo posible, sino por un equilibrio entre el
tiempo y los demás valores sociales y ambientales en juego.
La aplicación de los principios de la
cercanía y la lentitud están teniendo sus mayores éxitos en las áreas urbanas,
en donde se han podido apreciar las ventajas de orientar la planificación y el
diseño hacia patrones de desplazamiento de menos distancias y velocidades
apropiadas. De hecho, las corrientes más innovadoras del urbanismo actual e
incluso las instituciones, con la Comisión Europea a la
cabeza, han adoptado como principios de la ciudad sostenible, por la que
abogan, los de la densidad, la mezcla de usos y la compacidad, cuya combinación
supone la reducción de las necesidades de desplazamiento motorizado.
Igualmente, todas las corrientes
innovadoras en materia de movilidad urbana sostenible, y también las
instituciones que apoyan dicha innovación, apuestan por políticas de
pacificación o calmado del tráfico motorizado, lo que significa entre otras cosas
la aplicación de velocidades máximas más reducidas en la mayor parte de las
vías urbanas: las áreas de coexistencia y áreas 30, con velocidades máximas de
20 ó 30 kilómetros por hora respectivamente, pueden ocupar el grueso del
espacio público de la ciudad, tal y como ya ha ocurrido en numerosas ciudades
europeas.
Como señaló el ensayista alemán Wolfgang
Sachs (1992), al esbozar un proyecto para cambiar la dependencia
respecto a la hipermotorización: «Velocidades más lentas y distancias más
cortas son las piedras angulares de una política que pretende desmantelar los
supuestos políticos y económicos de la sociedad basada en el automóvil».
5.1 Coda
Hipermovilidad, megaproyectos,
hipermotorización o hipervelocidad no son más que expresiones de la hipervaloración
o sobrevaloración (Soria y Puig, 1988) de la movilidad, una
construcción cultural e ideológica que se remonta especialmente a los dos
últimos siglos en los que la fe en el progreso ha estado asociada estrechamente
al despliegue de los medios e infraestructuras para el desplazamiento de
personas y mercancías. Cuestionar la hipermovilidad conduce así a una reflexión
más de fondo sobre las ideas que la estimulan y, en particular, sobre ideas
como las de desarrollo, crecimiento y progreso. Como se ha querido aquí
mostrar, buena parte de los autores y movimientos sociales que han resistido y
ofrecido alternativas al despliegue destructivo de la hipermovilidad han
llegado también a esa conclusión, trascendiendo el transporte y llevando la
crítica al corazón del sistema económico, político, cultural y social que lo
soporta.
6
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Notas
[1]: Conferencia del ciclo
«El hilo dorado», organizado por el Departamento de Economía Aplicada de la
Universidad de Valencia, Xuquer Viu, y la Fundación
Nueva Cultura del Agua.
[2]: La necesidad de cerrar
los ciclos de materiales en la agricultura con la conversión de la biomasa en
abonos orgánicos en lugar de su empleo como combustible es también la tesis de Carpintero (2006)).
[3]: La UE-15 corresponde
al periodo (1995-2004) de la Unión Europea en la que ésta estuvo formada por
quince países miembros. N. de E.
[4]: El plan, aprobado en
1956 y finalizado en 1991, llevó a construir cerca de 70.000 kilómetros de
autopistas destinadas a conectar entre sí los estados de la unión y enlazar
todo el conjunto de áreas metropolitanas estadounidense.
[5]: Al calor de las luchas
ciudadanas contra las autopistas se publicaron en España numerosas obras entre
las que destacan: Gaviria (1973), Díaz (1975), Sequeiros (1977),
Coordinadora de luchas contra autopistas (1979). En la misma época
se publicaron diferentes análisis de la imbricación entre los intereses
inmobiliarios, la industria ligada al transporte, el capital financiero y el
modelo territorial desarrollado a través del planeamiento urbanístico,
destacando la obra de Fernández Durán (1980) Transporte,
espacio y capital. En los años ochenta el conflicto de la autovía
de Leizarán dio pie al libro La autovía en el espejo de
Jonan Fernández (1989).
[6]: Según datos de los
Anuarios del Ministerio de Fomento de 2004 y 2008, la red de vías de alta
capacidad ascendía en ese año a 15.113 kilómetros, frente a los 5.126 de 1990,
de los cuales 1.697 y 1.606 kilómetros eran vías de doble calzada
respectivamente.
[7]: En el libro Economía,
poder y megaproyectos (Aguilera & Naredo, 2009) se
recogen varios ejemplos de proyectos recientes de infraestructuras de
transporte en España que han recibido contestación como por ejemplo el puerto
de Granadilla en Tenerife, el trasvase del Ebro y la ampliación de la M-30 en
Madrid.
[8]: Cabe mencionar, al
menos como dato curioso, que en el caso del Reino Unido el coste policial
asociado a la represión de los movimientos sociales tenía que ser asumido por
el propio presupuesto de la infraestructura correspondiente: en parte de los
casos en los que culminó con éxito la protesta ciudadana, los proyectos
decayeron al entrar literalmente en bancarrota. N. de E.
[9]: Una de las pocas
revisiones críticas realizadas en España de los privilegios concedidos a la
industria automovilística se produjo al final de los años setenta del siglo
pasado, con motivo de la instalación de la fábrica de General
Motors en Figueruelas (Zaragoza). Alternativas
Radicales para la Ribera del Ebro (ARRE), una red asamblearia
creada por intelectuales, ecologistas y agricultores, abrió en 1979 un debate
sobre la conveniencia de la inversión y las ayudas que iba a recibir la empresa
por parte del Estado. Véase al respecto el libro Todo para la
G.M. Un ejemplo de desordenación territorial, la G.M. en Zaragoza (J.
Bascones, C. Calandre, J. Borrás y N. Navarro, 1981).
[10]: La primera
aproximación en España a dichas cuentas puede encontrarse en el mencionado
libro Hacia la reconversión ecológica del transporte en España
(Estevan, A. y Sanz, A., 1996).
[11]: Ambos libros
traducidos al castellano. Sobre la autonomía infantil en la ciudad puede
consultarse el libro ¡Hagan sitio, por favor!(Román
& Pernas, 2009) Estas obras han puesto los cimientos de un
movimiento que reivindica la creación de condiciones adecuadas para que estos
ciudadanos y ciudadanas, pequeños, pero ciudadanos, puedan desarrollar sus
capacidades en el entorno urbano. Véase al respecto la web: http://www.lacittadeibambini.org y, también, en
España, el trabajo que viene realizando Acción Educativa (http://www.accioneducativa-mrp.org/).
[12]: Según los datos del Instituto
Nacional de Estadística y de la Dirección General de Tráfico,
el censo de conductores ascendía a 23,7 millones de personas en 2008, mientras
que la población a 1 de enero de 2009 era de 46,7 millones.
[13]: Véase al respecto El
movimiento de vida independiente. Experiencias internacionales (García
Alonso, 2003). El estadounidense Ed Roberts fue uno de los
fundadores del Movimiento Vida Independiente en los años sesenta del siglo
pasado, pero también cabe recordar las aportaciones del médico Gerber DeJong
que abrió el camino para desmedicalizar el concepto de discapacidad.
[14]: Entre los autores que
tiraron posteriormente de los hilos del discurso de Illich destacan: Dupuy
y Robert (1976), Robert (1980) y André Gorz. Y en
España, pueden recordarse los cálculos que hizo Naredo (1974) con
un lapso de quince años: Circulamos a 8 kilómetros/hora
y Naredo y Sánchez (1992), Las cuentas del automóvil desde el
punto de vista del usuario.
[15]: Véase el significado
y la utilidad de estos conceptos para caracterizar el sistema económico y de
movilidad en El metabolismo de la economía española. Recursos naturales
y huella ecológica (1955-2000) (Carpintero, 2005).
[16]: Véase a ese respecto,
por ejemplo, la posición del lobby de la industria de
la movilidad en el informe Mobility 2030: Meeting the challenges
to sustainability (WBCSD's, 2004).
Edición del 4-12-2010
Revisión: Raquel Antízar Mogollón
Edición: Javier Moñivas Ramos
Ciudades
para un Futuro más Sostenible
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